Cualquier ser humano mayor de cuatro años se habrá dado cuenta de que el desafío más importante al que tendrá que hacer frente a lo largo de su existencia es el trato con sus semejantes. Aunque vamos camino de ser ya nueve mil millones de personas y con esas cifras, estadísticamente, la numerosa oferta debiera asegurarnos la posibilidad de encontrarnos con, al menos, un puñado de afines, lo cierto es que cada día son más los estudios y titulares que señalan la Soledad como uno de los grandes retos de las sociedades modernas.
El desafío de las relaciones humanas
Paradójicamente, nunca antes hemos disfrutado de mejores, más potentes y accesibles instrumentos de comunicación: teléfonos móviles, redes sociales, capacidad de desplazamiento... parecen dejar claro que cantidad no siempre es reflejo de calidad. Todas estas herramientas para conocer e interactuar con otras personas tienen un límite evidente: no hay nada que pueda sustituir al contacto físico y, más allá, a la convivencia.
Como casi todo aquello que nos es imprescindible, la relación con los demás tiene dos caras: por un lado, da sentido a nuestra existencia, alimentando impulsos benignos como la Solidaridad, la Empatía y el Apego. Y por el otro, nos sumerge en un mar de puntos de vista diferentes, de compatibilidades complejas, de relaciones humanas al fin y al cabo, que resulta extenuante gestionar correctamente. Si relacionarse con el propio “Yo” ya es una tarea de titanes hacerlo con las decenas de “Yos” de nuestro círculo más cercano, se convierte en un reto agotador.
Cuando la hermandad nace en el mar
Y hablando de mares: ¿qué ocurre con las relaciones humanas cuando navegamos? Pues, aunque no pretendo que estas líneas merezcan la consideración de un estudio científico, si puedo afirmar, basándome en años de experiencia, que el hecho de que navegando pasemos de mero “grupo de personas” a “tripulación” lo cambia todo, lo mejora.
Será, quizá, porque al largar amarras y separarnos de la costa las miles de complejidades que nos abruman en tierra, apelmazando nuestro carácter, agotando nuestra paciencia y nuestras fuerzas, se reducen a tres o cuatro reglas básicas, empezando por la primera de todas: debemos colaborar para asegurarnos la supervivencia en un medio hostil y salvaje. Y, además, no existe otra alternativa que hacerlo así -salvo, en las primeras millas, arrojarse por la borda e intentar alcanzar a nado el litoral-. En el pequeño universo que es una embarcación, esa regla fundamental rige como la Fuerza de la Gravedad terrestre: se vive con ella, no está sujeta a debate.
De vuelta al origen
Y es bien sabido que no hay nada que estimule más la tolerancia a los errores de los demás que necesitarse mutuamente. Porque, frente al Océano, volvemos a nuestro estado primitivo, aquel que nos motivo a desarrollar nuestro carácter de criaturas sociales, colaborativas, sin el cual hubiésemos perecido devorados por los tigres de dientes de sable o pisoteados por un mamut. El barco nos necesita unidos -al menos en las tareas básicas: mantenerlo a flote, hacerlo avanzar, son encomiendas que debemos cumplir como un equipo, coordinada y eficazmente. Los roces diarios, las pequeñas/grandes desavenencias deben quedar aparcadas al aferrar una escota entre varios tripulantes, porque del otro extremo, quien pretende quitárnosla de las manos tiene una fuerza y una persistencia infinitamente superior a la nuestra como individuos.
Lazos inseparables
Es por ello que lo que une la Mar es muy difícil que pueda separarse jamás. Los veteranos de guerra se llaman entre ellos “Hermanos de Sangre”, reflejando así que los vínculos que se han creado durante la lucha por la supervivencia se vuelven indestructibles. Sin necesidad de haberse visto sometido al castigo del combate, cualquiera que haya navegado las millas suficientes sabe que cuando una tripulación consigue “encajar”, termina por constituir, junto a su barco, una entidad superior, una criatura compuesta de las almas y habilidades de todos, sumadas, a las que se debe añadir la personalidad de la propia embarcación. Por ello, desde hace siglos, los marinos incluyen en su trayectoria vital los nombres de los buques en los que sirvieron, a modo de explicación sobre quienes son y de qué son capaces. Por ello se lleva siglos bordando nombres en gorras y uniformes, enarbolando vistosos gallardetes en los mastelerillos.
Resulta indiferente la eslora, la categoría o el número de sus tripulantes, aficionados o profesionales, y es especialmente aplicable a la navegación a vela: cuando después de hacer frente común a un desafío, una tripulación siente avanzar bajo sus pies el casco de su barco entre las olas, con fluidez y recuperada determinación, los corazones, al unísono, se llenan de satisfacción por el trabajo bien hecho, las diferencias dejan de tener importancia y los lazos entre los afines se estrechan. Es probable que nos separemos al desembarcar, que los azares en tierra nos alejen, quizá definitivamente, pero nunca olvidaremos que la fuerza de las olas nos hizo “Hermanos de Mar”.